La impunidad tiene nombre y apellido

El mismo día en que varios condenados por la causa de la corrupción K volvieron a prisión, Cristina Fernández de Kirchner reaparece en escena con una posible postulación. El contraste es brutal, pero también profundamente revelador: mientras algunos pagan (tarde y parcialmente) por los delitos cometidos durante su gobierno, la figura central de aquel entramado sigue libre, activa y proyectando poder. Por Javier Waisman (*).
Cristina no fue una espectadora. Fue la jefa política de una gestión que desvió miles de millones de pesos del Estado argentino. Empresarios que se enriquecieron, funcionarios que hoy están presos, estructuras paralelas de recaudación, bolsos, conventos y cuentas secretas: nada de eso fue un accidente. Fue un sistema. Y como todo sistema, tuvo un centro de decisiones. Ese centro fue la presidencia.
El problema no es solo judicial, es moral. Una sociedad que naturaliza que sus máximos dirigentes no rindan cuentas, es una sociedad que valida la impunidad. Que Cristina siga en libertad, con fueros, con influencia, y ahora con ambiciones electorales renovadas, habla más de nuestras instituciones que de ella. La Justicia, una vez más, llega tarde. Y cuando llega tarde, no es justicia: es complicidad.
Cada fallo que encarcela a un engranaje menor sin tocar al poder real, erosiona la confianza ciudadana. ¿De qué sirve que Lázaro Báez o José López estén tras las rejas si quien facilitó, permitió o promovió ese saqueo sigue sin siquiera enfrentar una condena firme?
La postulación de Cristina no es solo una provocación. Es una demostración obscena de que el poder en Argentina puede no rendir cuentas. No se trata de revanchismo, sino de justicia. Y no habrá justicia verdadera hasta que todos, incluso los más poderosos, sean juzgados por igual.
(*) Arquitecto, dirigente político